En muchos momentos de la vida tendemos a dibujar rayas para separar todo aquello que necesitamos diferenciar, se trata de un gesto íntimo y en muchas ocasiones inconsciente. Separamos lo bueno y lo malo, derecha e izquierda, quienes nos caen bien y quienes nos parecen insoportables. Pero ese gesto en ocasiones va muy lejos, depende de quién y cómo se haga puede ser trascendental .
Durante este periodo de pandemia en el que hemos tenido tiempo de pensar, analizar y, sobre todo, en el que se han desnudado muchos de los problemas que esta sociedad presenta, hemos focalizado la atención en la sanidad, en sus carencias, en la vital relevancia de tener un buen servicio sanitario universal y perfectamente dotado.
Sin restar un ápice de importancia a la sanidad, dirigir nuestras miradas a la educación y la situación de los centros es del mismo modo acuciante.
La docencia ha soportado de todo: recortes en personal, ratios imposibles, currículos extensísimos y repetitivos, burocracia excesiva que resta tiempo a lo importante, digitalización deficitaria… Hemos consentido en silencio barbaridades que jamás hemos denunciado de una forma rotunda.
Pero como cuerpo hemos participado apáticos de algo mucho más atroz, injusto e inhumano: la raya que se ha hecho entre el alumnado. Los que “sí “ y los que “no”, los que pueden y los que no quieren, los cómodos y los incómodos, todo traducido a una única raya gruesa y a estas alturas ya tatuada en el sistema.
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