En estos días, el tema más tratado y que más nos preocupa tanto a la ciudadanía como a las instituciones es, sin lugar a dudas, la incidencia en la salud de la Covid-19. En este artículo no entraremos a hablar de esa incidencia, ni de sus consecuencias sanitarias, ni de la manera de prevenirlo desde un punto de vista sanitario; hablaremos de otras realidades, realidades de la cuales poco se habla y si se habla, poco se difunde. Nos referimos al Covid-19 como detonador de la discriminación y del racismo en el mundo.
En España, y también en otros países, hace años que se viene utilizando un discurso segregador y racista basado en la competencia por los recursos, en la sobreutilización de los servicios públicos, en la falta de presupuesto y la necesidad de recortes en los principales servicios a la ciudadanía, aquellos que equilibran y garantizan la protección social como son la sanidad, los servicios sociales o la educación. El poder del discurso para generar en la ciudadanía el miedo e inseguridad buscando, por supuesto, chivos expiratorios y culpabilizando a aquellas personas y colectivos más vulnerables. Si a esto le sumamos el miedo y la incertidumbre por el futuro que está suponiendo la pandemia por Covid-19, el coctel y el efecto buscado está servido.
¿Qué tiene que ver el racismo y la discriminación con el COVID-19?
Tiene que ver y mucho. Esta es una pandemia en la que se ha expuesto no solo de manera implícita si no explicita, las desigualdades sociales, económicas, políticas e incluso mentales de la sociedad. El primer efecto de esta crisis sociosanitaria respecto a la discriminación y el racismo es el crecimiento de la desigualdad, como consecuencia de prácticas sociales discriminatorias a nivel micro y macro. Estas prácticas, claramente visibles en la cantidad de discursos, a veces en el ámbito de una parte de la clase política y otras en la población, donde se culpabiliza de la expansión del virus a determinados grupos: población inmigrante, población y modo de vida de los barrios obreros, trabajadores temporeros, incluso allá por el mes de marzo, al movimiento feminista por su movilización del 8M. Todo vale. No se hace un análisis de cómo las condiciones de vida y las situaciones de desigualdad social o exclusión ya presentes en nuestra sociedad, y acrecentadas con la crisis económica iniciada en 2008, determinan y exponen a determinadas personas a un mayor riesgo a padecer la enfermedad y las consecuencias sociales de ella. Muy al contrario, desde una clara ideología neoliberal se culpabiliza a esas personas y grupos de algo que en realidad no es su responsabilidad, sino de las instituciones y políticas públicas que, a pesar de las múltiples leyes en favor de la protección del estado (Estado de Bienestar) y en favor de la redistribución e igualdad, han permitido, y a veces potenciado, el incremento de la desigualdad social. Es la propia OMS (Organización Mundial de la Salud) quien suscribe este hecho al afirmar que la pandemia del COVID-19 ha agravado las antiguas desigualdades estructurales, por ejemplo, en lo relativo al acceso a instalaciones, bienes y servicios sanitarios. La ausencia en los Estados de estadísticas desglosadas obstruye la comprensión cabal de la manera en que esta crisis afecta a los grupos étnicos y raciales, entre otros.
El segundo efecto, es la justificación de la segregación como una forma donde quien asume el poder, de manera selectiva, genera condiciones de distanciamiento con respecto al dominado. Esta segregación siempre ha existido, pero parece que la evolución de la pandemia nos da el mejor argumento para mantenerla y justificarla. Los barrios obreros de las grandes ciudades se cierran, y dentro de ellos, las calles con una mayor concentración de personas en situación de exclusión social. A la vez, sus habitantes, con menor poder adquisitivo, y menos recursos públicos para atajar la pandemia, se ven obligados a desplazarse, sin protección física y/o emocional, a trabajar ya sea de manera formal e informal, trabajar con precariedades, en muchos casos trabajar para subsistir. Al tiempo que se les hace ver que son culpables de lo que les está pasando, o al menos un poco más culpables que los habitantes de los barrios ricos. También que su problema, no es la falta de recursos públicos de calidad en sus barrios, ni la falta de protección social suficiente para garantizar unas condiciones dignas de vida, ni la falta de transporte público que garantice condiciones para no contagiarse, ni las condiciones de hacinamiento en las que se ven obligados a vivir, no todo esto no es el problema. El problema son aquellas personas que se encuentran en máxima situación de vulnerabilidad.
Y así, llegamos a otra de las consecuencias del racismo y la discriminación que es generar un sentimiento de indefensión en la persona o grupos que la padecen, haciendo que no sean capaces de reconocer el problema en el comportamiento inadecuado o directamente ilegal de los demás, y aún más difícil, reconocer e identificar que la sociedad en la que viven es discriminatoria e injusta. En cambio, las personas discriminadas tienden a interiorizar el rechazo, la desigualdad, o exclusión como un problema personal, generando un sentimiento de no estar a la altura (bajo autoconcepto de uno mismo) o no ser suficientemente merecedor del respeto y afecto de los demás (baja autoestima) o no ser merecedores de los derechos sociales reconocidos (no generar condición y sentimiento de clase). La propia OMS afirmaba en agosto que millones de personas de todas las edades están viviendo episodios de estrés, depresión y ansiedad a causa de la pandemia, no solo por el temor al contagio del virus sino también por los efectos colaterales.
Aunque durante la pandemia la atención se ha centrado sobre todo en la protección de la salud, hay otros asuntos fundamentales, entre ellos los derechos humanos, la desigualdad, el acceso a servicios de protección social, a la igualdad en el derecho a la educación, etc. que deben estar en primera línea y recibir atención preferente. Recordemos que el racismo tiene tres dimensiones: actitudinal (prejuicios, creencias, y en general las orientaciones previas a la acción); práctica (discriminaciones, segregación, violencias, persecución, explotación, exclusión, etc.) e ideológica (teorías, doctrinas, visiones del mundo). Sobre todas ellas debemos actuar como sociedad, y para ello, debemos recordar la importancia que los servicios y políticas públicas tienen para garantizar la igualdad en un estado democrático. La realidad, y más si cabe tras la crisis sociosanitaria producida por el Covid-19, deja poca duda sobre la necesidad de unos servicios públicos (y políticas públicas a través de ellos) fortalecidos y de calidad y su impacto en el bienestar de la ciudadanía. Y esto es así, porque las funciones principales que tienen y dan sentido a los servicios públicos son; en primer lugar, la búsqueda del equilibrio y redistribución de la riqueza entre los distintos grupos sociales, y, en segundo lugar, y no menos importante, es la corrección de los fallos provocados por la economía de mercado o neoliberalismo. Al tiempo, desde todos los ámbitos, y por supuesto desde el ámbito sindical, es necesario fortalecer la identidad de la clase trabajadora, somos los más afectados y juntos, no aceptando la división que nos quieren imponer, debemos reclamar la protección de los derechos humanos de toda la ciudadanía.
Eva Martínez Ambite